lunes, 7 de diciembre de 2009

Bárbara

Camina siempre con paso firme, un escalón por encima del resto de la humanidad. Ella es Bárbara, mujer de mirada imperturbable y sonrisa ausente. Se la conoce como la dama de corazón pétreo y los tacones imposibles, de tez blanca y aura sombría. Aparentemente dueña de su vida, que pisa fuerte, sin dudar, sin consentir, sin escuchar. Impone, dicta y sentencia, es conocedora de las más insospechadas artimañas para conseguir sus aspiraciones. Con un solo pestañeo postra a sus pies al más firme caballero. Pero sólo ella sabe que tiene un talón de Aquiles. Y ése es Gabriel.


Labios rojo peligro, una última mirada al espejo antes de endosarse las enormes gafas negras que esconden su mirada al mundo, golpe de melena y paso firme hacia la puerta. Son las 8 y dos minutos cuando Bárbara entra en la cafetería de la esquina.

“Un café, solo, para llevar” – voz contundente, plana, sin excesos.

El camarero, un chiquillo joven y enamoradizo, pone la tapa de plástico al vaso de papel que entregará a Bárbara un minuto después... Como cada mañana, siente enormes tentaciones de echar a escondidas un par de terrones de azúcar en ese café para ver si de esta manera consigue endulzar el carácter de la mujer fría como el mármol que cada día, nunca antes ni después de las 8 y dos, le pide un amargo expresso. Una vez más, desecha su idea.

“Aquí tiene su café señorita” – dice él, sin recibir más respuesta que el perfume suspendido en el ambiente y el sonido de sus tacones al salir del local.

En la calle, el quiosquero la observa mientras pasa. Le atraen los guantes de piel negros que, como cada mañana, visten sus ocupadas manos. Con una sujeta el café aún humeante, con la otra echa el primer vistazo del día al correo electrónico mediante su teléfono móvil de última generación. Luces, sonrisas, colores, aromas... todo pasa desapercibido para Bárbara que camina, ajena por completo al hecho de que la Navidad está a la vuelta de la esquina.

Llega a la oficina y, sin quitarse las gafas de sol, ordena a su secretaria que le prepare los documentos para la reunión de las 12.

“Hoy está de buen humor” – susurra con ironía la secretaria a la chica de administración. “Así es, tan amable como de costumbre” – responde la administrativa.

Ya en su despacho, Bárbara ojea la prensa económica internacional mientras su ordenador se pone en marcha. Tres páginas después algo le hace apartar la vista del diario. Cierra los ojos, agudiza el oído, sin duda es su voz. Gabriel acaba de reincorporarse a la oficina tras sus vacaciones. Por primera vez en este diciembre Bárbara se concede el exceso de insinuar una sonrisa. Exceso que dura poco, su semblante serio y firme vuelve en el mismo instante en el que oye tres golpecitos suaves. Al momento la puerta se entreabre y asoma la cabeza de un joven de ojos verdes y rostro bronceado.

“Buenos días Bárbara. Ya he vuelto. Cuando quieras nos ponemos al día sobre las gestiones en la cuenta de Maberick&Co, si no recuerdo mal hoy tenemos reunión con ellos”.

“Sí, es a las 12. En cuanto acabe con mis cosas lo hablamos”.

Cierra la puerta sin responder, pero poco después se arrepiente y vuelve a abrirla. Solo él podría atreverse a decir: “Vamos Bárbara, sonríe un poco, que ya casi es Navidad”.

“No seas superfluo Gabriel, tenemos mucho trabajo por terminar antes de que acabe el año”.

Él cierra la puerta. Resopla. Ella ve como la puerta se cierra. Suspira.

Tarda cinco minutos en recuperar el ritmo normal de sus latidos, comprueba en su espejito de bolso que el rubor de sus mejillas ha desaparecido, se ahueca la melena y se promete a sí misma que no va a mirar más de dos segundos seguidos aquellos ojos verdes, hacerlo sería quedar totalmente a merced de la voluntad de Gabriel, y eso no se lo puede permitir. No puede olvidar que, ante todo, ella es su jefa y jamás reconocerá que él es la única persona capaz de acelerarle el pulso.

Descuelga el teléfono: “Sandra, dile a Gabriel que venga a mi despacho”.

Mónica Günther

lunes, 30 de noviembre de 2009

"Caperu"

Nos mudamos a Miami después de todo el follón con el Lobo. Ya se sabe, en los pueblos es imposible vivir tras un escándalo de ese calibre. Los vecinos nos miraban de reojo y cuchicheaban a nuestro paso, en el colegio quienes habían sido mis amigos ahora me marginaban, los profesores me observaban con cara de lástima y Mamá no podía poner un pie en la calle sin que una nube de paparazzis la acosara a base de preguntas capciosas en busca del titular fácil. Pobre Mamá, suficiente tenía ella con afrontar el juicio por abandono a un menor con el agravante de explotación infantil... y todo porque aquél día me pidió que le llevara algo de miel a mi abuelita enferma. A mí, en cambio, los periodistas me dejaban en paz, pero sólo porque la ley del menor les prohibía ponerme un micrófono en la boca. Si hubieran podido me hubieran acosado a mí también, y es que nuestro caso, por aquel entonces, servía de carnaza para las tertulias más voraces de la telebasura y abría las portadas de los periódicos nacionales: “La increíble historia de la niña de la caperuza roja que escapó de las garras del Lobo Feroz”, “La familia de Caperucita Roja empieza una nueva vida en Miami, lejos del Lobo”...

“…las garras del Lobo Feroz”... mandan narices que la prensa me pintase a mí como el malo, si lo que yo quería el día de los hechos era estar a solas con mi Caperu... eso sí que fue un acto de amor... poco sabía Caperu lo indigestas que son las abuelas desde que han cambiado las enaguas de algodón por las bragas de poliéster. Qué empacho, tres días me estuvo repitiendo la dichosa abuela. Me sentó tan mal que desde entonces soy vegetariano. ¿Y de qué me sirvió a mí ese sacrificio? Pues absolutamente de nada. Aquí estoy, descompuesto y sin mi pequeña Caperu…

En Miami nuestra vida es distinta. Mamá se ha casado de nuevo, esta vez con el Príncipe de Blancanieves que, cansado de que la fifí esa se la pegara con el Enanito Gruñón, decidió abandonarla. Desde que están juntos mi Mamita vuelve a sonreír y a salir de casa, y ya no me manda a mí a hacer los recados. Y yo, lejos de paparazzis y de pueblerinos cotillas, ahora también soy feliz... mantengo una relación con John, él ha cambiado la caza por la pesca deportiva y yo estoy estudiando un curso de Ikebana y pronto abriré una floristería. Es por vocación, a mí siempre me ha gustado recoger florecillas del campo para hacer ramitos con ellas. Y en verano pasamos siempre un par de semanas en la playa, en el chalet que nos ha construido un arquitecto de renombre, el primogénito de la familia Tres Cerditos. Se está de lujo.

El otro día vi en Tele4 al tontaina ese del cazador. Él también se ha apuntado al carro de salir en la televisión a costa de mi Caperu. Ahora insinúa, previo pago, que ambos tienen un idilio amoroso... ¡Ja! Estoy seguro de que mi pequeña muñequita de caperuza y labios rojos jamás se fijaría en él. Y ya me gustaría a mí ver al musculitos fanfarrón ese comiéndose abuelas por amor...

John y yo somos tan felices que hemos decidido casarnos el año que viene. Y yo ya tengo encargado mi vestido de boda. Es un sofisticado modelo de Bella Durmiente, la diseñadora de alta costura más famosa de Miami. Una maestra de la máquina de coser. Y mira que dicen que de jovencita se pinchó el dedo con un huso…

Como añoro el rubor de sus mejillas cada vez que yo estaba a su lado. Era tan tímida que se ponía toda ella colorada cuando me veía cerca. Allá donde esté espero que sepa que la sigo amando…

¿El Lobo Feroz? No… mucho no le echo de menos. La verdad es que era un poco pegajoso. Siempre con el rollo ese del romanticismo... que si “para verte mejor”, que si “para olerte mejor”… a mí me agobiaba. Además Lobito era muy peludo, y a mí el pelo de animal siempre me ha dado alergia.

Mónica Günther

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El miedo de Claudia

“Si cierras los ojos desaparecerá” le dijo Lucía. Y sólo entonces Claudia pudo volver a casa tranquila. Esta vez lo conseguiría, llevaba consigo el consejo de su amiga y no necesitaba más. Se lo repetía constantemente, no fuera a olvidársele: “Si cierras los ojos desaparecerá, si cierras los ojos… desaparecerá…”.

Llegó a casa antes de que anocheciera, se quitó los zapatos y masajeó sus pies con la intención de devolver la sensibilidad a sus dedos, hacía frío durante el oscuro invierno. Se puso su pijama verde de franela, cenó yogur con cereales y se comió un bombón como último capricho del día. Antes de meterse en la cama se lavó los dientes y la cara, y se puso esa crema que le deja aterciopelada la piel.

Había, entonces, llegado el momento. Iba a afrontar la peor de sus pesadillas:

Entró en su habitación, comprobó que las puertas de los armarios estaban bien cerradas, colocó como siempre una silla en equilibrio frente a ellas y otra frente a la puerta del cuarto. Lo hacía cada noche a fin de que el ruido de las sillas la despertara si Él entraba en la habitación mientras ella dormía.

Bajó del todo las persianas, así evitaba que, como alguna noche había pasado, Él se quedara observándola dormir, a través del cristal. Y, por último, miró con esmero bajo la cama, para ello se ayudó como cada noche de una linterna que luego dejó bajo la almohada, bien a mano, por si tenía que salir huyendo.

Fue en ese preciso instante cuando se percató de su presencia. Su vello se encrespó y sus manos se enfriaron. Ella sabía que Él estaba allí, pero por primera vez se esforzó en hacer ver que nada había notado. Apagó la luz.

Tumbada en la cama sentía como desde la esquina del fondo Él la observaba con su tez blanca y su mirada gélida. Podía hasta sentir su frío respirar, su aliento enmohecido y la ausencia de sus latidos.

Recordó entonces el consejo de su amiga. Cerró los ojos con fuerza y no volvió a abrirlos hasta el amanecer. Fue así como lo consiguió: aquella noche, el fantasma desapareció.

Mónica Günther

In blue

I was feeling blue, and the rain pouring outside came into the inside.
I was feeling blue, and my sister’s words of wisdom didn’t let it be.
I was feeling blue, and none could do anything but you.

I was feeling blue, and my happiness turned into loneliness.
I was feeling blue, and my tomorrow turned into sorrow.
I was feeling blue, and none could do anything but you.

I was feeling blue, and then the red passion became grey concrete.
I was feeling blue, and in the meantime waiting for you to proceed.
I was feeling blue, and none could do anything but you.

I was feeling blue, and only three words had to be said.
I was feeling blue, and you didn’t know you had the clue.
I was feeling blue because you did never say “I love you”.

Mónica Günther

lunes, 27 de octubre de 2008

"Déjate ir"

Esta mañana mi horóscopo me dice: "déjate ir". Y yo me pregunto: ¿en qué consistirá eso? "Dejarme ir" puede ser pasarme el día durmiendo, pero también estoy "dejándome ir" si paso la noche demasiado despierta. Me "dejo ir" si confieso al mundo lo mucho que odio los martes, o como amo en secreto los miércoles. "Dejarme ir" podría ser comer huevos estrellados con patatas fritas sin parar o abandonarme a las dietas más estrictas. "Dejarme ir" es perseguir mis sueños sin cesar, pero así mismo, si los abandono estaría igualmente "dejándome ir".
Me "dejo ir" si digo "¡ya basta!", y lo hago también si digo "que todo siga así". Y es que, haga lo que haga me "dejo ir", sin más, pues soy yo quien mueve mis hilos, y quien escribe el horóscopo es un maestro del enredo.

Mónica Günther

lunes, 29 de septiembre de 2008

Abriendo los ojos

Si ojos que no ven corazón que no siente... ¿por qué el amor es ciego?

Mónica Günther

Lucía.

Lucía abre los ojos cuando el primer rayo de sol alcanza su rostro. Se despereza mientras una leve brisa matutina hace bailar las ligeras cortinas blancas de su habitación. Mira el reloj, todavía falta una hora para que su jefe la llame y le comunique qué deberá hacer esa mañana. Se despereza.

Se dirige hacia la ducha, no sin antes encender la radio. Escucha el boletín informativo de las 8 y media e inmediatamente después pone música alegre. Canta bajo la ducha creyéndose una estrella del rock, baila un twist mientras se seca con la toalla y le pone caras burlonas al espejo al cepillarse los dientes.

Lucía hace la cama para después tumbarse de un salto sobre el edredón recién ahuecado. Sonríe al recordar como cuando era niña le gustaba colarse en la habitación de sus padres para hacer eso mismo justo después de que su madre hubiera estirado las sábanas con esmero. Travesuras inocentes.

Tras ese momento de pequeño placer pueril, Lucía se prepara un té (blanco y aromatizado con vainilla). Tuesta dos rebanadas de pan, les echa dos gotas de aceite a cada una y las cubre con dos lonchas de jamón.

Desayuna sentada en el sofá, al sol, respirando hondo el fresco aire mañanero que entra por la ventana.

Enciende el ordenador, se interesa por la última hora informativa como buena periodista que es y pone cara de incredulidad cuando lee, de nuevo, alguna noticia sobre la grave crisis financiera que azota su país. Le gustaría entender realmente la magnitud de esa situación económica, pero lamentablemente nunca le interesaron los números. Se consuela pensando en aquello que dijo un célebre estadista inglés: "ser consciente de la propia ignorancia es un gran paso hacia el saber". De nuevo, sonríe.

El terremoto financiero mundial frunce ceños ahí fuera, ceños de gente gris que se empeña en pensar aquello de "ya sabía yo que las cosas iban a ir así" en lugar de esmerarse en encontrar soluciones a la situación.

Una llamada al móvil interrumpe sus pensamientos matutinos. Hoy le toca cubrir una rueda de prensa del Gobierno. ¿Confesará el político de turno que tampoco tiene idea de lo que pasa a nivel financiero o se limitará a fruncir el ceño?

Mónica Günther