Llegó a casa antes de que anocheciera, se quitó los zapatos y masajeó sus pies con la intención de devolver la sensibilidad a sus dedos, hacía frío durante el oscuro invierno. Se puso su pijama verde de franela, cenó yogur con cereales y se comió un bombón como último capricho del día. Antes de meterse en la cama se lavó los dientes y la cara, y se puso esa crema que le deja aterciopelada la piel.
Había, entonces, llegado el momento. Iba a afrontar la peor de sus pesadillas:
Entró en su habitación, comprobó que las puertas de los armarios estaban bien cerradas, colocó como siempre una silla en equilibrio frente a ellas y otra frente a la puerta del cuarto. Lo hacía cada noche a fin de que el ruido de las sillas la despertara si Él entraba en la habitación mientras ella dormía.
Bajó del todo las persianas, así evitaba que, como alguna noche había pasado, Él se quedara observándola dormir, a través del cristal. Y, por último, miró con esmero bajo la cama, para ello se ayudó como cada noche de una linterna que luego dejó bajo la almohada, bien a mano, por si tenía que salir huyendo.
Fue en ese preciso instante cuando se percató de su presencia. Su vello se encrespó y sus manos se enfriaron. Ella sabía que Él estaba allí, pero por primera vez se esforzó en hacer ver que nada había notado. Apagó la luz.
Tumbada en la cama sentía como desde la esquina del fondo Él la observaba con su tez blanca y su mirada gélida. Podía hasta sentir su frío respirar, su aliento enmohecido y la ausencia de sus latidos.
Recordó entonces el consejo de su amiga. Cerró los ojos con fuerza y no volvió a abrirlos hasta el amanecer. Fue así como lo consiguió: aquella noche, el fantasma desapareció.
Mónica Günther